Sentimientos acompañan los cambios del horario de verano. Afortunadamente, venimos esquivándolos desde hace unos años. Está bueno, la hora es —más o menos— la que dice el reloj puesto en hora. Llegamos igual de tarde a nuestros compromisos y el Sol está en el lugar esperado en el momento justo. Evidentemente, tampoco nos preocupa demasiado, de otra forma notaríamos que a las doce en punto del medio día el Sol no está lo más alto que puede en el cielo —culminando superiormente—: todavía le falta subir un poco, como una hora. Argentina, lejos de ser el único, es uno de esos países donde se vive una hora que no corresponde. Digamos que le podría corresponder cualquiera que ella quisiera, pero no resulta muy intuitivo —no estamos acostumbrados a— que el mediodía, por ejemplo, sea a las 22 h. Es más sutil: vivimos adelantados una hora.

De por sí, la definición de huso horario crea sus propios problemas. Dividir la Tierra en veinticuatro franjas de quince grados —de una hora— cada una donde los relojes dentro de cada una de ellas deberían marcar la misma hora es práctico, hasta que nos toca vivir en una ciudad en el límite de dos husos horarios: ¿cuál le corresponde, una hora adelante o una atrás? ¿hay uno mejor que el otro? ¿por qué un salto tan abrupto? El Sol y la Tierra hacen la vista gorda a nuestra necesidad de mantener el tiempo —nuestro tiempo—; se las ingenian para hacer que a cada meridiano, a cada longitud geográfica, le corresponda una hora distinta a las que nuestros relojes sean inmunes. Así, los relojes de ciudades incómodas, a pesar de haber sido diseñados con la idea de aproximar lo que hace el Sol, mantienen un tiempo diferente. Unos treinta minutos diferente.
En Argentina pasa algo así, con la línea de UTC−4 y UTC−5 cortándola. A ojo, un tercio del país es −5 y el resto −4; y usamos el −3, el horario de verano; y pensamos en volver a agregar el horario de verano —del horario de verano—, el −2. A las diferencias usuales de hasta quince minutos, debidas a que el Sol se mueve en el cielo a velocidades distintas durante el año, hay que sumar una hora y pico —dos horas y pico, en el caso del horario de verano del horario de verano—, dependiendo del punto en del país en el que estemos. Y encima, algunos astrónomos creen que es necesario compensar los efectos de una Tierra que ni siquiera rota uniformemente, agregando o quitando un segundo cada cierto tiempo —que, a propósito, varía—, resultando en un dolor de cabeza para aquellos que se dedican a hacer que los sistemas informáticos funcionen correctamente. Un segundo, en quince minutos. Un segundo, en más de una hora. Como si a alguien le perturbara estar un segundo atrás o adelante.
Por suerte, cada vez son más los astrónomos y físicos que piensan que sus colegas encargados de crear todos estos estándares hace unas décadas tomaron una serie de decisiones incorrectas.
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